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Secretario de Redacción: Ariel Lerman
Investigación: Diego Muscarelli
Arte: Flavio Burstein
Ilustraciones: Feliciano García
Corrección: Mélanie Le Corguillé
Coordinación General: Dinorah Müller
Colaboraciones: Gastón Bogomolni

Asesinos de Novela
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Panelistas
Félix Luna
Esteban Ierardo
Eugenio Zafaronni
Enrique Marí Andrés Rivera
Noe Jitri
Marcelo Di Marco
Axel Eljativ
Jose Luis Marinetti

Armando Capalbo


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Año I, Número 1, Enero de 2001
Ultima actualización: Septiembre 2005






Génesis; 4

Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y el respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano? Y él le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mi desde la tierra.

ASESINOS DE NOVELA
El crimen en la literatura

Muchos personajes de grandes piezas literarias fueron asesinos feroces, homicidas trastornados por horribles monstruos de su conciencia y de su razón. En sus pequeñas buhardillas miserables o en sus escritorios imperiales, deambulando enloquecidos por callejuelas sórdidas o serenamente recostados al amor de la lumbre, en sus mentes se gestaron el crimen y el anhelo de sangre. Algunos fueron acusados de frialdad extrema y falta de sentimiento, pero no es lo que ocurre con la mayoría, embargada siempre de una sensibilidad lindante con el romanticismo o con la inocencia cruel de la infancia. Cargan como camellos historias de injusticias y extravíos, la existencia se les ahueca y los sacude contra las paredes de su vacío, se sumergen en mundos desolados, se aíslan irremediablemente del entorno y entonces, simplemente, se pierden en un ensueño solitario. Así, perdidos, zambullidos en el delirio de su pensamiento, van a matar; van a matar porque no ven nada diferente que puedan hacer para desatar el nudo que les oprime.
Por eso el crimen a veces los cura, les quita la sal de las heridas y los vemos humanizados, regenerados y, de nuevo, puros y castos como ángeles, renaciendo desde el perdón, la confesión y la culpa. Pero ésta es la parte rosa de la historia, porque en el fondo de estos hombres hay algo turbio, un pantano de violencias escondidas, esperando la pisada imprudente que los hunda en su propia ciénaga, oculta entre pequeños arbustos y junquillos de remordimientos y de amor al prójimo. Son como todos, en el fondo son como todos, pero son también los que dan el paso. ¿Quién no se enfurece? ¿Quién no sueña con liberar una maldad por largo tiempo acariciada? Pero estos hombres se dan el lujo. Tienen la misma materia prima mental que sus vecinos, que la buena gente, que los guardianes del orden, pero ellos meten la llave en la cerradura prohibida por el primero de los mandamientos y se separan para siempre de la humanidad. Son asesinos, son la sal de la tierra y son, al mismo tiempo, tan vulgarmente humanos, que aterra. Al leer sus historias se les entiende, se llega a pensar que, en su lugar, no sería tan difícil comportarse de la misma forma, se llega hasta la justificación o hasta la comprensión, que es su preludio. Pobres diablos, mendigando una moneda, una palabra de cariño, un cargo, un reconocimiento. Seres frágiles y desvalidos, hundidos hasta el fondo de la indefensión, salen después de ese fondo sintiendo la superioridad suprema de disponer del prójimo, sintiéndose libres para arrebatar lo único que vale: la vida.
Los hay de todas las clases: insensibles hasta el límite del autismo, fríos y desalmados, cegados por los celos, afiebrados por torbellinos de ideas disparatadas, cerebrales y desquiciados.
Algunos matan por negocio o cálculo, otros, por puro desinterés y casualidad; a veces, por arrebato, otras, después de un larguísimo análisis y una preparación meticulosa. Si los une el crimen, todo lo demás los separa. No tienen casi nada en común, sólo el acto cometido los emparenta y pone una similitud donde sólo hay diferencias insalvables. La estirpe de Caín no tiene rasgos de parentesco, pues se unen en ella desde el esmirriado hasta el corpulento, desde el salvaje hasta el genio, y el descontrolado con el flemático. Puede ser cualquiera, basta que llame a esa puerta y pise la arena movediza que sostiene la bondad de cada hombre.
Pero tampoco alcanza con pensar que son simplemente seres comunes que dieron un tropiezo en la vida, pues los distinguen sutiles formas de corrosión internas. Una idea insistente que les absorbe y les consume, un tormento espiritual que no se consuela con la vulgaridad de la vida, un desprecio enfermo por las personas, las causas, las ideas. El crimen es algo que siempre germina lentamente, que se nutre de una tierra infectada de la que a su vez se nutre un tronco intoxicado. Ellos tienen el tono verdoso que distingue al afectado por un mal terminal del hombre sano. A veces la medicina llega a tiempo, pero otras, la enfermedad sólo puede curarse siguiendo su ciclo fatal de convulsiones y llagas. Para los amigos que visitaremos hoy, aquellos jarabes y preparados llegaron tarde. Una verdadera pena, pues no todos estaban irremediablemente perdidos, una verdadera pena.
Bienvenidos al mundo de los asesinos de novela.

 

 

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