Texto: El Túnel, Ernesto Sábato.
Personaje: Juan Pablo Castel.
Delito: homicidio.
Víctima: su novia, María Iribarne Hunter.
Arma: un enorme cuchillo de cocina.
Móvil del crimen: la mata a puñaladas cuando la descubre en una supuesta infidelidad.
Rasgos de personalidad: desprecio de "la humanidad" en su conjunto; poseído de una profunda sensación de soledad, de imposibilidad de comunicarse con nadie. Es un tipo hipersensible que se altera por cualquier cosa que lee en el diario. Su vivencia cobra la figura de habitar un túnel oscuro y frío.
Clase social: es incierta, tiene o alquila un atelier de pintor, y allí vive. En el libro no aparece preocupado por el dinero, pero, desde luego, no es un agente de bolsa. Sus pensamientos y reacciones son los de un marginal.
Ciudad: Buenos Aires.
Escena del crimen: estancia de la familia Iribarne.
Estado interior: atormentado. Sufre por él y por el mundo, no encuentra felicidad en nada. Es, esencialmente, un solitario buscando una salida a su encierro interior.
Familia: no se menciona; Castel está más solo que una ostra.
Atenuantes: en el momento del crimen, se ve afectado por un delirio de celos que lo vuelve ciego. Además, en su visión, la traición de María es un derrumbe total de su fragilísimo mundo afectivo; había llegado a confiar en ella después de años de resentimiento y desconfianza absolutos, y ella le traiciona. La reacción puede parecer desproporcionada, pero en su mundo interior todo esto fue realmente un cataclismo.
Asesinos de Novela
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Ernesto Sábato
Biografía

ASESINOS PASIONALES
Sobre Juan Pablo Castel; Memorias de un Recluso, cap I.
"Con Castel teníamos en común el hecho de venir de un mundo más elevado que el de la prisión. Compartíamos el estremecimiento ante Dostoievski y la pasión por Braham. Pero aunque en eso congeniábamos, no era posible hacerlo en nada más, pues él era intempestivo y se recluía en incómodos silencios irascibles. Sé que existe cierta expectativa por que dé a conocer estas anotaciones, pues fui ni más ni menos que compañero de celda durante años del gran pintor caído en desgracia. Siempre me interesé por los caracteres de las personas y sus motivaciones. Las circunstancias que me llevaron a presidio no tienen relación con lo que fue el resto de mi vida. No me considero, al igual que los demás criminales, una mala persona, sino alguien que pagó un precio por seguir ciertos impulsos tenebrosos. En esta larga condena con la que cargo, pude, además, estudiar Derecho y gran parte de la medicina, y no fueron ajenas mis lecturas a la intrincada ciencia del carácter y la personalidad. Me siento, entonces, apto para desmenuzar aquella alma compleja y extraviada con la que me unió el peor designio del azar.
En realidad, mi admiración inicial hacia Castel se convirtió en la animadversión más profunda, y no puedo negar que, más de una vez, en alguna noche del encierro, pensé en asfixiarlo con la almohada después de oír de su boca un exabrupto desopilante. Científicamente, lo consideré siempre en el umbral de la paranoia. Diversos artículos de la biblioteca me inclinaron constantemente hacia esa tesis. En este aspecto, es uno más de esos novios o maridos enfermos de celos que un buen día terminan por matar a sus mujeres, cegados por la ira. Entonces se horrorizan y se sorprenden todos, como si no hubieran estado viendo, desde meses o años atrás, el preludio de la tragedia en cada discusión, en cada maltrato, en cada elevación de voz.
Por otro lado, su soledad resultaba conmovedora, estremecía hasta la médula el casi nulo contacto, el débil hilo que lo ligaba al mundo.

Castel tenía permanentemente una carbonilla en la mano, que de golpe arrojaba contra las paredes húmedas en un acceso de furia. Luego recogía algún pedazo y se ponía a dibujar, como poseído, sobre el espacio en blanco de un diario, sobre las paredes o hasta en un trozo de camiseta desgarrada y mugrienta. Sus cuadros me aterraban, así como solía menospreciar su contextura física y ésta no me inspiraba el más mínimo respeto; en su pintura había algo de rabiosa furia, algo de demoníaco que me llevaba a no dirigirle la palabra durante días, después de ver surgir un desfigurado rostro, una expresión desgarrada de entre sus dedos ennegrecidos por el grafito. Por suerte, los destruía inmediatamente, destrozando hasta el último pedazo, como temeroso de que alguna porción de su trazo pudiera revivirle la visión del cuadro. Prefería quemarlos; por eso, nos prohibieron a los dos tener fósforos para fumar, y más de una vez, los guardias temieron un motín, una protesta, al ver el humo que despedía la celda cuando Juan Pablo se deshacía de un grabado mientras miraba fijamente, con emoción, las llamas desprendidas. Los policías también le temían y lo trataban con la consideración que la gente simple y brutal le da a lo que no comprende. Él nunca les hablaba, salvo algún monosílabo que parecía salir del fondo de una caverna. Sé que detestaba a la gente, en especial a la gente agrupada, por eso solía sufrir en el comedor y en el patio, donde compartíamos el tiempo con los demás presos.

Me hablaba de María solamente durante los accesos febriles de la noche, cuando una especie de silenciosa convulsión lo invadía, sumiéndolo en el espanto más profundo. Pero, en especial, lo atormentaba la pesadilla de ser estrangulado por el marido de ella, al parecer, un ciego de apellido Allende. Ignoro las causas de su animadversión a la ceguera, pero puedo asegurar que causaba en él una nausea profunda y secreta que vomitaba también en sus dibujos de ojos arrancados, de pájaros destructores de córneas, de óvalos vacíos que ocupaban el lugar de la retina. Confieso que me aterraba ver todo aquello, insisto en que él cohabitaba con un demonio feroz en algunas zonas de su pensamiento. Creo que hubiera preferido compartir la celda con un asesino vulgar y bestial, con alguien que en un acceso de rabia salvaje hubiera destrozado una vida. Castel era incomprensible. Transmitía la sensación de estar frente a un chico desprotegido y lloroso que de pronto se transformaría en una hiena hambrienta pronta a devorar todo lo que se le enfrentara, así como había destrozado la vida de aquella pobre chica. Y hablo así, con lástima, porque sé que ella no merecía lo que le pasó. Quiero decir que lo sé porque Castel llevaba un diario, un escrito que completaba día a día, al parecer sobre los acontecimientos transcurridos en la estancia donde cometió su homicidio. Yo espiaba en sus páginas cuando él caía preso de sus alucinaciones febriles. Lo hacía movido por una curiosidad malsana, pero, además, porque temía que, tarde o temprano, aquel relato también sucumbiera a las llamas. Como todo lo que él creaba, seguramente también esas páginas serían objeto de su odio más ciego.
En una de aquellas lecturas tuve la revelación sobre unos dibujos enfermos que solía trazar y que eran como la sombra de una mujer sobre la orilla del mar. Estaba dibujándolos involuntariamente y, de golpe, cuando lo notaba, se ponía frenético y convulso. En sus escritos pude ver al fin la relación entre esas figurillas y María. Aparentemente, se conocieron en una exposición y ella se fascinó contemplando una escena parecida. Por supuesto que no podía imaginar la clase de ser con la que acababa de cruzarse. Castel es un rumiante, un hombre al que la nadería más insignificante podía despertarle un universo de significaciones extrañas y violencias.
Lo conozco en sus recovecos más remotos, como sólo puede conocerse a alguien con quien se está las veinticuatro horas al día durante años; por eso sé que él, a veces durante una partida de cartas, a veces a raíz de una conversación casual, podía comenzar una larguísima cavilación y ponerse a interrogarme como si hubiera insultado a su madre.
Me aterraba su sensibilidad; aunque parezca absurdo sentir miedo por la fragilidad de alguien, uno no podía saber cómo le afectaría la más sutil de las ironías o el comentario más inocuo. Y aparecía entonces esa deformación en sus ojos, con la que presagiaba un nuevo homicidio; en ese momento mi idea era que, si le fuera dada la capacidad, aquel individuo habría hecho saltar al mundo por el aire sin remordimientos. Por eso me apena ahora esa pobre chica, por eso creo que fueron aquellas mismas ideas extraviadas las que lo guiaron a una enfermedad de celos. La locura es como un felino carnicero agazapado tras unos matorrales. Sólo se la descubre, en general, después de una larga observación del individuo que la padece. Y aunque ella intentó un distanciamiento, seguramente precavida de la furia que la acechaba, me temo que el salto mortal sobre la presa ya se había consumado.
Es cierto, como se dice, que traté de estrangularlo dos veces, en distintas circunstancias. La primera, ofuscado al leer sus deducciones sobre las supuestas infidelidades de María Iribarne, lo que me enfureció rabiosamente, por el grado inmenso de su locura, y de lo que lo salvó la oportuna presencia de un guardia mientras yo le apretaba el cuello. La segunda oportunidad marcó el cambio de celda y la separación definitiva, que perdura hasta hoy y sobre la que prefiero evitar todo detalle. Diré al respecto que las condenas a perpetuidad a veces permiten liberar ciertas pasiones al dar, tras ellas, todo absolutamente lo mismo. Por supuesto que él tiene razón en lo que dice, que cada uno de nosotros habita una especie de túnel solitario y frío, desde el que se ve pasar a la distancia a los demás, a los que, por unos instantes de confusión, creemos próximos y que, después, siguen su marcha como si nada; por supuesto que no hay ser sobre este mundo que no se sienta tocado por esto. Pero siempre sentí repugnancia por la magnificencia del sufrimiento y por el ejercicio de su apología. Yo mismo, sin ir más lejos, podría justificarme en una serie interminable de circunstancias horrendas, especialmente en el incendio en el que elegí, fugazmente, no rescatar a mis padres. Sin duda, la tragedia o la visión trágica del universo crea un clima mental propicio a la violencia. Pero cada persona elige un modo particular de llevar la existencia. De ninguna manera puede uno ampararse en el dolor ni en la opresión sin quedar reducido a una especie de marioneta a merced de las circunstancias. Todos tenemos nuestro propio túnel, nuestro foso interior, nuestra caverna. Eso nos iguala y hace patético todo intento de exaltación. Sé, de todos modos, que digo esto movido por el desprecio, sé que cuando vi publicadas las fotos de María en los diarios, un escalofrío sin fin se apoderó de mí; y, de cierta forma, resultó evidente que aquella belleza sencilla y sutil, aquella mirada puesta más allá de las cosas no podía evitar despertar cualquier pasión contenida y envenenada. Creo que en ese momento envidié a Castel, creo que fue allí cuando tuve el primer impulso de torturarlo de cualquier manera. Por eso, cuando supe de su terror insoportable ante la oscuridad y la celda quedaba completamente a oscuras, comenzaba a decirle que así como estábamos nosotros debía de sentirse un ciego. Y me deleitaba oyéndolo revolverse inquieto entre las sábanas, tratando de no pensar. Placeres bajos, sin duda, pero no puedo evitar su confesión en este momento de sinceridad completa. Me vengaba entonces por la muerte de ella, quien también a mí empezó a trastornarme por completo. Recorté sus fotos, las que la mostraban antes del crimen, y no aquellas horripilantes que la exhibían inmediatamente después, para producir un efecto infame hasta para la prensa barata. La miraba constantemente quieta en una sonrisa melancólica y juré que el asesino pagaría ampliamente su crimen. Estudiarlo a él como a una rata a la que se acaba de inyectar una fuerte toxina, observarlo como se contempla a una estrella lejana, tratando de no perder detalle, de no descuidar ningún aspecto de su retorcida personalidad, fue el método elegido para la venganza. Por eso celé de su diario íntimo como de mis propios ojos, por eso quería que aquel testimonio quedara intacto para mostrar al mundo la clase de alimaña ponzoñosa que era aquel gran pintor. Y por eso hoy tengo mis propios elementos para desnudarlo por completo. Por supuesto que trató varias veces de destruir sus papeles, y se lo impedí por la fuerza. Solamente esas páginas llenas de demencia prueban la clase de sanguijuela que es él, y la hermosa, suave e inocente criatura que fue María Iribarne.
¡Dios mío! Tu creación misma fue hecha de locura, lo más bello sobre esta tierra se pudre bajo una tapia de mármol, mientras que nosotros, criaturas afeadas y descompuestas, seguimos en una longevidad estéril y continua, tratando de despedazarnos los unos a los otros como único deleite...".

Federico Haewert Cárcel de Villa Devoto, marzo de 19..

 

 
 
 

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