ASESINOS
PASIONALES
Sobre Juan Pablo Castel; Memorias de
un Recluso, cap I.
"Con Castel teníamos en común
el hecho de venir de un mundo más
elevado que el de la prisión. Compartíamos
el estremecimiento ante Dostoievski y la
pasión por Braham. Pero aunque en eso
congeniábamos, no era posible hacerlo
en nada más, pues él era intempestivo
y se recluía en incómodos silencios
irascibles. Sé que existe cierta
expectativa por que dé a conocer estas
anotaciones, pues fui ni más ni menos
que compañero de celda durante años
del gran pintor caído en desgracia.
Siempre me interesé por los caracteres
de las personas y sus motivaciones. Las
circunstancias que me llevaron a
presidio no tienen relación con lo que
fue el resto de mi vida. No me
considero, al igual que los demás
criminales, una mala persona, sino
alguien que pagó un precio por seguir
ciertos impulsos tenebrosos. En esta
larga condena con la que cargo, pude,
además, estudiar Derecho y gran parte
de la medicina, y no fueron ajenas mis
lecturas a la intrincada ciencia del carácter
y la personalidad. Me siento, entonces,
apto para desmenuzar aquella alma
compleja y extraviada con la que me unió
el peor designio del azar.
En realidad, mi admiración inicial
hacia Castel se convirtió en la
animadversión más profunda, y no puedo
negar que, más de una vez, en alguna
noche del encierro, pensé en asfixiarlo
con la almohada después de oír de su
boca un exabrupto desopilante. Científicamente,
lo consideré siempre en el umbral de la
paranoia. Diversos artículos de la
biblioteca me inclinaron constantemente
hacia esa tesis. En este aspecto, es uno
más de esos novios o maridos enfermos
de celos que un buen día terminan por
matar a sus mujeres, cegados por la ira.
Entonces se horrorizan y se sorprenden
todos, como si no hubieran estado
viendo, desde meses o años atrás, el
preludio de la tragedia en cada discusión,
en cada maltrato, en cada elevación de
voz.
Por otro lado, su soledad resultaba
conmovedora, estremecía hasta la médula
el casi nulo contacto, el débil hilo
que lo ligaba al mundo.
Castel tenía permanentemente una
carbonilla en la mano, que de golpe
arrojaba contra las paredes húmedas en
un acceso de furia. Luego recogía algún
pedazo y se ponía a dibujar, como poseído,
sobre el espacio en blanco de un diario,
sobre las paredes o hasta en un trozo de
camiseta desgarrada y mugrienta. Sus
cuadros me aterraban, así como solía
menospreciar su contextura física y ésta
no me inspiraba el más mínimo respeto;
en su pintura había algo de rabiosa
furia, algo de demoníaco que me llevaba
a no dirigirle la palabra durante días,
después de ver surgir un desfigurado
rostro, una expresión desgarrada de
entre sus dedos ennegrecidos por el
grafito. Por suerte, los destruía
inmediatamente, destrozando hasta el último
pedazo, como temeroso de que alguna
porción de su trazo pudiera revivirle
la visión del cuadro. Prefería
quemarlos; por eso, nos prohibieron a
los dos tener fósforos para fumar, y más
de una vez, los guardias temieron un motín,
una protesta, al ver el humo que despedía
la celda cuando Juan Pablo se deshacía
de un grabado mientras miraba fijamente,
con emoción, las llamas desprendidas.
Los policías también le temían y lo
trataban con la consideración que la
gente simple y brutal le da a lo que no
comprende. Él nunca les hablaba, salvo
algún monosílabo que parecía salir
del fondo de una caverna. Sé que
detestaba a la gente, en especial a la
gente agrupada, por eso solía sufrir en
el comedor y en el patio, donde compartíamos
el tiempo con los demás presos.
Me hablaba de María solamente durante
los accesos febriles de la noche, cuando
una especie de silenciosa convulsión lo
invadía, sumiéndolo en el espanto más
profundo. Pero, en especial, lo
atormentaba la pesadilla de ser
estrangulado por el marido de ella, al
parecer, un ciego de apellido Allende.
Ignoro las causas de su animadversión a
la ceguera, pero puedo asegurar que
causaba en él una nausea profunda y
secreta que vomitaba también en sus
dibujos de ojos arrancados, de pájaros
destructores de córneas, de óvalos vacíos
que ocupaban el lugar de la retina.
Confieso que me aterraba ver todo
aquello, insisto en que él cohabitaba
con un demonio feroz en algunas zonas de
su pensamiento. Creo que hubiera
preferido compartir la celda con un
asesino vulgar y bestial, con alguien
que en un acceso de rabia salvaje
hubiera destrozado una vida. Castel era
incomprensible. Transmitía la sensación
de estar frente a un chico desprotegido
y lloroso que de pronto se transformaría
en una hiena hambrienta pronta a devorar
todo lo que se le enfrentara, así como
había destrozado la vida de aquella
pobre chica. Y hablo así, con lástima,
porque sé que ella no merecía lo que
le pasó. Quiero decir que lo sé porque
Castel llevaba un diario, un escrito que
completaba día a día, al parecer sobre
los acontecimientos transcurridos en la
estancia donde cometió su homicidio. Yo
espiaba en sus páginas cuando él caía
preso de sus alucinaciones febriles. Lo
hacía movido por una curiosidad
malsana, pero, además, porque temía
que, tarde o temprano, aquel relato
también sucumbiera a las llamas. Como
todo lo que él creaba, seguramente
también esas páginas serían objeto de
su odio más ciego.
En una de aquellas lecturas tuve la
revelación sobre unos dibujos enfermos
que solía trazar y que eran como la
sombra de una mujer sobre la orilla del
mar. Estaba dibujándolos
involuntariamente y, de golpe, cuando lo
notaba, se ponía frenético y convulso.
En sus escritos pude ver al fin la
relación entre esas figurillas y María.
Aparentemente, se conocieron en una
exposición y ella se fascinó
contemplando una escena parecida. Por
supuesto que no podía imaginar la clase
de ser con la que acababa de cruzarse.
Castel es un rumiante, un hombre al que
la nadería más insignificante podía
despertarle un universo de
significaciones extrañas y violencias.
Lo conozco en sus recovecos más
remotos, como sólo puede conocerse a
alguien con quien se está las
veinticuatro horas al día durante años;
por eso sé que él, a veces durante una
partida de cartas, a veces a raíz de
una conversación casual, podía
comenzar una larguísima cavilación y
ponerse a interrogarme como si hubiera
insultado a su madre.
Me aterraba su sensibilidad; aunque
parezca absurdo sentir miedo por la
fragilidad de alguien, uno no podía
saber cómo le afectaría la más sutil
de las ironías o el comentario más
inocuo. Y aparecía entonces esa
deformación en sus ojos, con la que
presagiaba un nuevo homicidio; en ese
momento mi idea era que, si le fuera
dada la capacidad, aquel individuo habría
hecho saltar al mundo por el aire sin
remordimientos. Por eso me apena ahora
esa pobre chica, por eso creo que fueron
aquellas mismas ideas extraviadas las
que lo guiaron a una enfermedad de
celos. La locura es como un felino
carnicero agazapado tras unos
matorrales. Sólo se la descubre, en
general, después de una larga observación
del individuo que la padece. Y aunque
ella intentó un distanciamiento,
seguramente precavida de la furia que la
acechaba, me temo que el salto mortal
sobre la presa ya se había consumado.
Es cierto, como se dice, que traté de
estrangularlo dos veces, en distintas
circunstancias. La primera, ofuscado al
leer sus deducciones sobre las supuestas
infidelidades de María Iribarne, lo que
me enfureció rabiosamente, por el grado
inmenso de su locura, y de lo que lo
salvó la oportuna presencia de un
guardia mientras yo le apretaba el
cuello. La segunda oportunidad marcó el
cambio de celda y la separación
definitiva, que perdura hasta hoy y
sobre la que prefiero evitar todo
detalle. Diré al respecto que las
condenas a perpetuidad a veces permiten
liberar ciertas pasiones al dar, tras
ellas, todo absolutamente lo mismo. Por
supuesto que él tiene razón en lo que
dice, que cada uno de nosotros habita
una especie de túnel solitario y frío,
desde el que se ve pasar a la distancia
a los demás, a los que, por unos
instantes de confusión, creemos próximos
y que, después, siguen su marcha como
si nada; por supuesto que no hay ser
sobre este mundo que no se sienta tocado
por esto. Pero siempre sentí
repugnancia por la magnificencia del
sufrimiento y por el ejercicio de su
apología. Yo mismo, sin ir más lejos,
podría justificarme en una serie
interminable de circunstancias
horrendas, especialmente en el incendio
en el que elegí, fugazmente, no
rescatar a mis padres. Sin duda, la
tragedia o la visión trágica del
universo crea un clima mental propicio a
la violencia. Pero cada persona elige un
modo particular de llevar la existencia.
De ninguna manera puede uno ampararse en
el dolor ni en la opresión sin quedar
reducido a una especie de marioneta a
merced de las circunstancias. Todos
tenemos nuestro propio túnel, nuestro
foso interior, nuestra caverna. Eso nos
iguala y hace patético todo intento de
exaltación. Sé, de todos modos, que
digo esto movido por el desprecio, sé
que cuando vi publicadas las fotos de
María en los diarios, un escalofrío
sin fin se apoderó de mí; y, de cierta
forma, resultó evidente que aquella
belleza sencilla y sutil, aquella mirada
puesta más allá de las cosas no podía
evitar despertar cualquier pasión
contenida y envenenada. Creo que en ese
momento envidié a Castel, creo que fue
allí cuando tuve el primer impulso de
torturarlo de cualquier manera. Por eso,
cuando supe de su terror insoportable
ante la oscuridad y la celda quedaba
completamente a oscuras, comenzaba a
decirle que así como estábamos
nosotros debía de sentirse un ciego. Y
me deleitaba oyéndolo revolverse
inquieto entre las sábanas, tratando de
no pensar. Placeres bajos, sin duda,
pero no puedo evitar su confesión en
este momento de sinceridad completa. Me
vengaba entonces por la muerte de ella,
quien también a mí empezó a
trastornarme por completo. Recorté sus
fotos, las que la mostraban antes del
crimen, y no aquellas horripilantes que
la exhibían inmediatamente después,
para producir un efecto infame hasta
para la prensa barata. La miraba
constantemente quieta en una sonrisa
melancólica y juré que el asesino
pagaría ampliamente su crimen.
Estudiarlo a él como a una rata a la
que se acaba de inyectar una fuerte
toxina, observarlo como se contempla a
una estrella lejana, tratando de no
perder detalle, de no descuidar ningún
aspecto de su retorcida personalidad,
fue el método elegido para la venganza.
Por eso celé de su diario íntimo como
de mis propios ojos, por eso quería que
aquel testimonio quedara intacto para
mostrar al mundo la clase de alimaña
ponzoñosa que era aquel gran pintor. Y
por eso hoy tengo mis propios elementos
para desnudarlo por completo. Por
supuesto que trató varias veces de
destruir sus papeles, y se lo impedí
por la fuerza. Solamente esas páginas
llenas de demencia prueban la clase de
sanguijuela que es él, y la hermosa,
suave e inocente criatura que fue María
Iribarne.
¡Dios mío! Tu creación misma fue
hecha de locura, lo más bello sobre
esta tierra se pudre bajo una tapia de mármol,
mientras que nosotros, criaturas afeadas
y descompuestas, seguimos en una
longevidad estéril y continua, tratando
de despedazarnos los unos a los otros
como único deleite...".
Federico Haewert Cárcel de Villa
Devoto, marzo de 19..
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