ASESINOS
MEGALOMANOS
Rodion Romanovich Raskolnikov (Crimen
y castigo)
¿Adónde vas, Rodion, con esa hacha de
partir leña, escondida y atada debajo
de tu axila? Has comprobado estremecido
el filo, has pensado mil veces los
movimientos de tu futura víctima y la
sabes sola en aquellas horas muertas de
la siesta. Ella no merece compasión
porque es una vieja despreciable y
usurera, con quien, más de una vez, los
estudiantes zaparrastrosos como tú, los
muertos de hambre que se alcoholizan en
las tabernas, los humillados y los
perdidos han tenido que tratar para
venderle alguna baratija destartalada,
alguna alhajuela de pobre, para traer
esos rublos, esos asquerosos rublos
arrugados y pegajosos, sin los que no se
llena la panza, sin los que a uno lo
echan de las pensiones inmundas a
patadas, y que separan a los hombres de
la raza perdida de los mendigos. No estás
tan lejos de eso, estás casi como para
pararte al lado de una iglesia moviendo
tu jarrito, suplicando por unas monedas.
Tus pantalones se te deshilachan, tus
botas ya casi dejan ver tus dedos asomándose
por algún resquicio de cuero
desgastado, y te ves tan pálido, tan débil,
que la gente ya no sabe si considerarte
un enfermo, un loco o qué. Debes entrar
agachado a tu habitación de tan pequeña,
un "camarote de barco", debes
enrollar tus pantalones para simular
malamente una almohada y te la pasas en
la cama sumido en una fiebre infinita.
Te presentas, le dices a la gente que
eres un ex estudiante, un estudiante de
Derecho que de momento no estudia. También
de eso te ha arrancado la miseria, pero,
además, te encaprichas por orgullo, te
niegas a hacer alguna traducción, algún
encarguillo para una editorial, porque
te ves para cosas mayores, para las
grandes cosas. Tus grandes cosas son
caminar sin fin, medio enloquecido por
San Petesburgo, por el Mercado del Heno,
de allí a lo de tu amigo Razumikin, el
último que te tira un cable para atarte
a la realidad, el único que te acerca
algún escrito para que lo pases del
alemán al ruso, de nuevo para que te
lleves un cochino rublo para costearte
una sopita de papas, un salchichón, un
poco de pan. Pero te niegas, te niegas
repetidamente a mejorar tus asuntos, a
aliviarte un poco. ¿Por qué? La gente
hace esas cosas, se busca la vida con un
trabajillo aquí y otro allá, juntando
moneda sobre moneda, pidiendo una pequeña
cantidad prestada para comprar hoy unos
ladrillos, mañana unas chapas, y así
se gana con sudor el mezquino porvenir
de los pobres. No eres el único infeliz
hambreado del mundo, eres uno más entre
millones de seres desahuciados,
condenados a vivir pensando en la forma
de conseguir el rublo del día
siguiente. La diferencia es que la gente
se arregla, se las rebusca y aguanta
poniendo la otra mejilla. Pero te han
enloquecido, te han trastornado golpeándote
en un punto de cristal. Tu hermana, tu
Dunia querida.
Tu madre te ha escrito una bella carta
emocionada, te habla de su amor tiernísimo
y te dice que al fin han logrado un buen
partido para la dulce niña: un cretino
perfumado, un pedantuelo con
pretensiones que les parece perfecto
para el caso. El hombre exitoso quiere
ahora una familia, una mujer educada en
un hogar pobre y virtuoso, para que
pueda pasarles a sus hijos valores de
contención, de modestia, de ésos que
ya no abundan en la descompuesta burguesía
pudiente. Te asalta una sospecha
terrible, percibes de inmediato que se
ha prostituido, que se ha vendido al tal
Pedro Lujín para salvarte, para que las
dos únicas mujeres que te aman en el
mundo puedan seguir mandándote un
dinerillo cada año, para que no te les
mueras de hambre, de frío o de
desesperanza. Y cómo te pones, Rodion,
cómo te pones. Como una verdadera
fiera. Prefieres la muerte a ese
matrimonio, prefieres matar al
candidato, prefieres hasta ir a lo de la
repugnante usurera Alena y, en vez de un
relojillo para el empeño, darle un buen
hachazo en la cabeza, partírsela de una
vez y vengarte de lo que te han hecho,
de la forma en que te han dejado, a ti,
que habías escrito hace tiempo para una
revista sesudos artículos, inteligentísimos
comentarios en los que sostenías la
idea de que existen seres elegidos,
seres de la providencia, que por su
genio, por su superioridad moral, pueden
permitirse actos vedados para los seres
comunes. ¿Qué actos, Rodion, qué
actos? ¿El crimen, por ejemplo? Sí, el
crimen, el homicidio que se justifica
según dices, en función de una causa
superior. Cómo te va a sonar luego esta
palabra, cómo va a retumbar en tu
mente, pues qué injusticia del maldito
mundo, qué injusticia terrible, que
alguien como tú, moralmente mejor,
intelectualmente más alto, ande así
como anda, medio muerto de hambre, sin
oficio y teniendo que prostituir a su
hermana para no quedar tendido de
extenuación en una callejuela
miserable. Y a eso fuiste, a salvar
estas injusticias, a mostrar que podías
igualarte a aquellos seres elegidos de
los que hablabas en tus notas de periódico.
"Tú eres nuestra esperanza y
nuestra felicidad futura", así te
habla tu madre, quien en su ensueño de
amor, en la alabanza dulce de su primogénito,
no sabe que la locura ya te besa en los
labios, que has vuelto a soñar con
aquella taberna de borrachos a la que
acompañabas a tu padre de niño y desde
donde se veía a aquel campesino cruel
golpear a su caballo con un palo. Le
preguntas a tu padre entre tinieblas:
"¿Por qué le pega?",
mientras la bestia pide ahora un hierro
para seguir destrozando el lomo del
animal, y después, sin bastarle,
mientras imaginas atacarlo a puñetazos,
solicita a los gritos un hacha. Te
despiertas al borde de la alucinación,
sudado, y aquella herramienta se te
graba como estampada en la carne por un
hierro caliente. Tú también quieres un
hacha como la de él, un hacha y ninguna
otra cosa, es lo que pide el pensamiento
que se te adhiere desde hace meses como
una ventosa. Y de nuevo tu superioridad;
crees que a los criminales se los
captura porque pierden el juicio después
del momento del crimen, cosa que no va a
pasarte, cosa que no permitirías que
suceda; por eso vas hacia aquel
departamento, ya invadido por la fiebre,
que es el canto del delirio, y finges
querer empeñar un paquete anudado mil
veces, una muñeca rusa de envoltorios
infinitos, para que Alena se entretenga
deshilachándolo. Ella te nota enfermo,
pero te abre la puerta y, después, un
golpe del hacha sobre su cabeza y otros
dos, mientras piensas en el modo de no
mancharte la ropa. La usurera te
entiende, Rodion; después de todo, si
no hubieras sido tú, lo hubiera hecho
otro, se sabe que era una bruja malvada
sentada sobre su cofre de oro ganado por
la avaricia, pero entra su hermana, la
pobre Isabel, sometida a la tiranía de
la arpía. Y a ella también la pasas
por el filo del hacha. Tenías todo
pensado, pero como asesino y como ladrón
fuiste un verdadero desastre, un imbécil,
rebotando contra las paredes como un pájaro
encerrado en un cuarto pequeño y
oscuro. Es cierto que te escapas, pero
de milagro, Rodion, por un pelo; y allí
empieza tu calvario, después de que
escondes el botín debajo de una piedra,
en el patio solitario de una casa.
"Los hombres extraordinarios fueron
siempre criminales, los ordinarios se
limitan a obedecer, existe para los
primeros la autorización de
matar". Amos y esclavos, ¿no es
cierto, Rodion? Y te has sentido un
elegido de la providencia. ¿Por qué
vuelves entonces al departamento de
Alena, tu víctima? ¿Por qué te metes
como una rata a sudar de fiebre en tu
madriguera? Esa habitación tan mala,
que tu madre cree que tiene la mitad de
la culpa de tu tristeza. ¿Por qué
deambulas, entonces, perdido, sin saber
qué calles pisas y el Dr. Zozimov te
diagnostica preocupadísimo monomanía,
ideas fijas y quién sabe qué otro sinónimo
de demencia? ¿Tan enfermo te ve?
Hombres extraordinarios, Rodion,
autorización moral de matar, pero aquel
asesinato te pierde completamente. Qué
ridículo que haces cuando te citan a la
comisaría, y te ríes como un verdadero
loco. "¿Acaso comenzó ya el
castigo?", piensas en medio de
carcajadas enfermas y solitarias,
mientras te embarga el deseo de entrar,
arrodillarte y vomitar tu confesión
delante de los comisarios.
Te portas de nuevo como un idiota,
Raskolnikov, haces un escandalete
tremendo, le pides al detective que no
fume, que viniste con fiebre, que tenga
consideración por un ex estudiante. Estás
seguro de que te agarran, y tiemblas y
sudas por cada poro, te desvaneces, pero
el asunto es por una deuda con tu vieja
casera, una cuestioncilla menor por unas
monedas que, para variar, no pagaste,
por la que casi metes la pata hasta el
fondo y por lo que querías liberarte de
tu secreto. Todos sospechan, piensas
"todos se fijan en mí", y ya
el ansia de confesión se te prende como
una garrapata que te aguijonea y te
tortura, hombre elegido, hombre de moral
más alta y de gran destino, ahora
homicida y siempre metido en líos por
insolvencias. Vas a llevar desde
entonces la fiebre metida en el cuerpo,
vas a convidar a un policía de beber
mientras le insinúas que fuiste tú el
asesino de las dos hermanas, a los
gritos y divertidísimo, vas a volver a
aquel departamento del que aún no se
seca la sangre y le pedirás a los
porteros que te entreguen a la policía.
¿Qué te pasa, Rodion? ¿Qué es toda
esta locura que te agarra? ¿Quién te
busca, en realidad, más que tus
remordimientos? Los mismos que te llevan
a visitar a Sonia, la pobre joven
prostituida para pagar los tragos
infinitos de vodka que su padre se metía
en la garganta todo el día.
Le pides que te lea ni más ni menos que
el Evangelio, después de decirle con
cinismo que quizá no haya Dios.
"Yo soy la resurrección y la vida,
el que cree en mí, aunque esté muerto,
vivirá, y todo aquel que cree y vive en
mí, no morirá eternamente". Le
pides que se marche contigo, le explicas
que ella también infringió la ley, que
"tuvo el valor de destruir su
vida", que pudo vivir para el espíritu
y la razón, pero que terminará en el
mercado del heno, con la cordura
perdida, como tú, igual que tú, si no
se van bien lejos. Pero ella también te
habla sobre cómo le partieron la cabeza
a su amiga Isabel con un hacha, ella
también se horroriza sin saber que
quien se arrodilla ahora para leer la
resurrección de Lázaro es el hombre
que toda la ciudad espantada busca.
"Libertad y poder, sobre todo,
reinar sobre las criaturas temblorosas,
sobre el hormiguero, he aquí el
fin", éste es el enigma que le
dejas al marcharte de su casa. ¿De qué
estás hablando, Rodion, de qué cuernos
estás hablando? ¿De nuevo esa porquería
de la superioridad? Sí, de nuevo. ¿No
podías robar y disfrutar del botín
como todo el mundo? ¿Para qué todo ese
delirio de reinar sobre hormigueros y
esos disparates con los que no paras
nunca? Un verdadero desastre, un fracaso
de ladrón, también. Y lo peor es que
esa pedantería de tu intelecto tan
florido te la tendrás que tragar cuando
el Sr. Porfirio Petrovich, juez de
instrucción de la causa del asesinato
de Alena, te empiece a cazar como a una
perdiz con sus técnicas psicológicas,
que te pondrán directamente para el
manicomio. El hombrecillo gris te recibe
amablemente en su despacho, ni se
acuerda de para qué te llamó, te
explica que hoy en día casi no tiene
con quien conversar, que le caes tan
bien. Te parece que entiendes la trampa,
le dices que sabes que lo hace para
hacerte pisar el palito. El tipo no
tiene idea de lo que le hablas, te dice
que ni se le ocurre que seas culpable de
nada, pero igual explica que nunca
encarcela a un culpable antes de tiempo,
porque así le hace recuperar su
equilibrio psicológico dándole una
situación definida. El funcionario te
explica que actuando así, el apresado
se mete en su caparazón y entonces es
difícil agarrarlo, entonces le hace
creer que está sometido a una
vigilancia constante, infatigable y
dejarlo suelto. Y así los culpables
vienen directos a su casa y le dan un
montón de evidencias contra ellos
mismos; el asesino no se escapa porque
le pertenece a él, la libertad no es
dulce para ellos, están cada vez más
asustados y quieren entregarse,
confesar. Ésta sí que es una mente
elegida, ¿no es cierto Rodion? Y viéndolo
no pagas un rublo por él, ahí metido
en su escritorio desvencijado y moviéndose
nervioso de un lado para el otro. Te
metió la estaca en el corazón y te vas
de ahí casi sin pisar el suelo. Te vas
al entierro de un borracho, el padre de
Sonia, la prostituta con la que has leído
el Nuevo Testamento casi lagrimeando,
donde una viuda con los pulmones
destrozados por la tisis ofrece una
comida pantagruélica en memoria del
indigno marido a un rejunte de invitados
piojosos y mugrientos, que se ríen a
carcajadas del luto y vienen solamente
por el almuerzo. "Cuidado con las
cucharas de plata", advierte la
pobre mujer, y lo extraño es que el
convite para aquellos salvajes vino de
tu bolsillo, Raskolnikov. ¿Para qué
robar si dilapidas hasta la última
moneda? Sólo se entenderá cuando
desembuches la bilis fermentada que te
roe el alma. Eliges a Sonia para tu
primera confesión, quien primero
retrocede, espantada, sin poder creer lo
que escucha. "¿Mataste para robar
cuando te desprendes de todo para dárselo
a los demás?", te pregunta también
incrédula, pero le dices que todavía
no has decidido si aprovecharás el
dinero que sigue bajo aquella piedra. ¿Qué
le explicas entonces, Raskolnikov, qué
disparate le cuentas? Le dices que querías
ser ni más ni menos que un héroe, para
más detalles, un Napoleón, y que un
lindo día te hiciste la siguiente
pregunta: si Napoleón hubiera estado en
mi lugar, si no hubiera comenzado su
carrera en Tolón, Egipto o el paso del
Mont Blanc, si en vez de esto hubiera
estado en presencia de un crimen, de un
asesinato, para asegurarse su porvenir,
¿acaso le hubiera repugnado matar a la
vieja y sacarle tres mil rublos? Te
torturaste con este asunto hasta que
comprendiste que él no hubiera
vacilado, sino que ni siquiera hubiera
entendido la posibilidad de la duda,
hubiera ido hacia adelante, sin escrúpulos.
Entonces no titubeaste, a cubierto de la
autoridad de Bonaparte, encerrado en tu
casa como una araña en la tela,
convencido de que los demás son unas
bestias, que los hombres no cambiarán
jamás, que el amo es el que posee
inteligencia superior, que el más
atrevido es el que tiene más razón,
que quien los desafía y desprecia les
impone respeto. Todo consiste en esto:
Basta con atreverse. Desde el momento de
la revelación de esta verdad, fuiste y
asesinaste, quisiste ser audaz, y estas
hermosas ideas fueron el móvil de tu
acción. ¿Cómo se lo dices a tu
querida Sonia? Con vergüenza, pues
sabes que al necesitar que ella te
escuche amorosamente, que te alivie del
dolor de tu crimen, no eres el elegido
que creías ser. "El dinero no fue
el principal móvil del asesinato, tenía
prisa por saber si yo era un gusano como
los demás o un hombre, en el verdadero
sentido de la palabra, si tenía energía
para franquear el obstáculo, si tenía
derecho. Pero no maté a la vieja, me
maté a mí mismo y me perdí para
siempre". Ay, Rodion, Rodion.
Y Sonia te manda arrodillar a la primera
plaza que se te cruce y a que te
prosternes besando la tierra que has
manchado de sangre, diciendo a viva voz
"yo he matado"; y así, te
dice, Dios te devolverá la vida en esa
expiación. Qué hermosa escena, Rodion,
qué hermoso desastre que armaste. Y tu
chica te hace lindo acompañamiento, te
acaricia las manos de homicida, te dice
que irá contigo al presidio, y te manda
a contarle todo el asunto a la policía.
Santa prostituida, de alma todavía
limpia. ¿Y qué se puede hacer
verdaderamente después de escuchar que
un tipo que se la pasaba a oscuras en
aquella piezucha por no poder comprar ni
una vela, un tipo que tenía sus libros
y apuntes ya con un dedo de polvo por no
poder pagar sus estudios, dice que
quiere probar suerte como Napoleón? ¿Qué
se puede hacer contigo, Rodion, más que
mandarte encerrar en algún lado? En eso
están, Rodion, en eso anda el juez
Petrovich, que te sigue cazando como a
un pato, que aparece ahora en tu
habitación sorpresivamente para hacerte
una visita "de cortesía",
parloteando de bueyes perdidos, de los
efectos nocivos del tabaco en su
garganta y que no puede dejar el vicio.
El buen hombre al fin te confiesa que
trata de sacarte de quicio para que le
largues el asunto de la vieja usurera.
Cuando leyó tu artículo sobre los
hombres elegidos en la revista, pensó:
"¿El autor habrá de conformarse
con esto?". Pero sabe que
"cien conejos no hacen a un caballo
y cien presunciones no hacen una
prueba", por eso, a pesar de
decirte en tus narices que te sabe
culpable, no quiere "mandarte a
descansar a una celda"; tiene la
teoría de que la cárcel tranquiliza a
los culpables, y de nuevo se marcha, dejándote
medio abombado. En fin Rodion, tienes
apenas veintitrés años y estás metido
en un lío de pesadilla. La cuestión es
que al fin, decides entregarte a la polícia
y confesar todo el asunto. Te dan ocho años
en Siberia y condena a trabajos forzados
de segunda categoría, En tu juicio, los
psicólogos dijeron que tu crimen fue
cometido bajo locura momentánea, que
cediste a los efectos de la monomanía
morbosa del asesinato sin objeto
ulterior, sin cálculo interesado.
Aplican contigo la teoría de la
"locura temporal", que estaba
de moda por entonces, te comprueban
hipocondría, hablan sobre tu miseria,
sobre tu deseo de abrirte paso en la
vida, te atenúan la pena por verte
enfermo y miserable. Buscan bajo la
piedra y encuentran sólo 317 rublos y
20 kopecks, los billetes estropeados por
la humedad y la presión de la piedra. Y
detrás de ti, instalada en medio de
Siberia, Sonia, quien te visita a
diario, quien se gana la amistad de los
demás presos; mientras que a ti están
a punto de lincharte, ella te da
fuerzas, te sostiene.
Pero ¿qué te pasa, Rodion, en qué
estas pensando de nuevo? ¿Es que no
escarmientas con nada? Te reprochas sólo
el haber fracasado, mientras mueles
rocas a martillazos con grilletes en las
piernas; te reprochas el haber sido
cobarde y confesado, y piensas:
"Muchos bienhechores de la
humanidad, que no tuvieron poder por
herencia sino por medio de la violencia,
debieron ser entregados al cadalso, pero
llegaron hasta el final y eso los
justifica; yo no lo conseguí, por lo
que no tenía entonces derecho a
empezar, la única equivocación fue
haber sido débil y denunciarme".
Ay, Rodion, ¿qué vamos a hacer
contigo? Por suerte llega una larga
enfermedad que te hace sentir extraño
de ti mismo, por suerte pasas un
atardecer con Sonia, que te hace ver las
cosas nuevas, y terminas por hacerle
caso y leer los Evangelios, empezando el
camino de tu recomposición. Pero qué
cosa contigo, Raskolnikov, ¿cómo se te
fueron metiendo esas ideas tan raras en
esa cabeza tan dura? ¿Cómo te
empecinaste así en creerte más de lo
que eras?
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