Texto: Crimen y castigo, Feidor Dostoievski
Personaje : Rodion Romanovich Raskolnikov.
Delito: homicidio, robo.
Víctima: una vieja usurera, Alena, y su hermana, Isabel.
Arma: un hacha pequeña, con la que las golpea en la cabeza.
Móvil del crimen: robo.
Principal rasgo de personalidad: la culpa moral, los remordimientos de conciencia, además de ideas de superioridad.
Clase social: baja; se presenta como un ex estudiante, vive en un altillo y come de manera salteada. La miseria representa un papel determinante en el crimen.
Ciudad: San Petesburgo, recorrida hasta el hartazgo en infinitas caminatas.
Escena del crimen: departamento de la vieja usurera.
Estado interior: convulsionado, no para de pensar. Lo atormenta el pensamiento y está al borde de la demencia constantemente. Los sentimientos de superioridad y los de culpa definen el juego de su personalidad.
Familia: tiene madre y hermana. La primera es una pensionada que, al borde la miseria, se las ingenia para enviarle unos rublos por mes; la segunda está a punto de casarse con un cincuentón rico para salvar a todos de la miseria (esto consterna a Raskolnikov).
Atenuantes del crimen: es un joven en crisis y perturbado por un profundo conflicto filosófico y moral. La miseria en la que vive, la falta de oportunidades sociales y económicas, y una predisposición sensible, producen en él un estado de semiinimputabilidad a raíz de su profunda confusión mental. No es un loco, pero puede considerarse un estado de confusión en el momento del crimen.
Asesinos de Novela
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(
Dostoievski,
Fedor Mikailovich

Biografía

ASESINOS MEGALOMANOS
Rodion Romanovich Raskolnikov (Crimen y castigo)

¿Adónde vas, Rodion, con esa hacha de partir leña, escondida y atada debajo de tu axila? Has comprobado estremecido el filo, has pensado mil veces los movimientos de tu futura víctima y la sabes sola en aquellas horas muertas de la siesta. Ella no merece compasión porque es una vieja despreciable y usurera, con quien, más de una vez, los estudiantes zaparrastrosos como tú, los muertos de hambre que se alcoholizan en las tabernas, los humillados y los perdidos han tenido que tratar para venderle alguna baratija destartalada, alguna alhajuela de pobre, para traer esos rublos, esos asquerosos rublos arrugados y pegajosos, sin los que no se llena la panza, sin los que a uno lo echan de las pensiones inmundas a patadas, y que separan a los hombres de la raza perdida de los mendigos. No estás tan lejos de eso, estás casi como para pararte al lado de una iglesia moviendo tu jarrito, suplicando por unas monedas. Tus pantalones se te deshilachan, tus botas ya casi dejan ver tus dedos asomándose por algún resquicio de cuero desgastado, y te ves tan pálido, tan débil, que la gente ya no sabe si considerarte un enfermo, un loco o qué. Debes entrar agachado a tu habitación de tan pequeña, un "camarote de barco", debes enrollar tus pantalones para simular malamente una almohada y te la pasas en la cama sumido en una fiebre infinita. Te presentas, le dices a la gente que eres un ex estudiante, un estudiante de Derecho que de momento no estudia. También de eso te ha arrancado la miseria, pero, además, te encaprichas por orgullo, te niegas a hacer alguna traducción, algún encarguillo para una editorial, porque te ves para cosas mayores, para las grandes cosas. Tus grandes cosas son caminar sin fin, medio enloquecido por San Petesburgo, por el Mercado del Heno, de allí a lo de tu amigo Razumikin, el último que te tira un cable para atarte a la realidad, el único que te acerca algún escrito para que lo pases del alemán al ruso, de nuevo para que te lleves un cochino rublo para costearte una sopita de papas, un salchichón, un poco de pan. Pero te niegas, te niegas repetidamente a mejorar tus asuntos, a aliviarte un poco. ¿Por qué? La gente hace esas cosas, se busca la vida con un trabajillo aquí y otro allá, juntando moneda sobre moneda, pidiendo una pequeña cantidad prestada para comprar hoy unos ladrillos, mañana unas chapas, y así se gana con sudor el mezquino porvenir de los pobres. No eres el único infeliz hambreado del mundo, eres uno más entre millones de seres desahuciados, condenados a vivir pensando en la forma de conseguir el rublo del día siguiente. La diferencia es que la gente se arregla, se las rebusca y aguanta poniendo la otra mejilla. Pero te han enloquecido, te han trastornado golpeándote en un punto de cristal. Tu hermana, tu Dunia querida.
Tu madre te ha escrito una bella carta emocionada, te habla de su amor tiernísimo y te dice que al fin han logrado un buen partido para la dulce niña: un cretino perfumado, un pedantuelo con pretensiones que les parece perfecto para el caso. El hombre exitoso quiere ahora una familia, una mujer educada en un hogar pobre y virtuoso, para que pueda pasarles a sus hijos valores de contención, de modestia, de ésos que ya no abundan en la descompuesta burguesía pudiente. Te asalta una sospecha terrible, percibes de inmediato que se ha prostituido, que se ha vendido al tal Pedro Lujín para salvarte, para que las dos únicas mujeres que te aman en el mundo puedan seguir mandándote un dinerillo cada año, para que no te les mueras de hambre, de frío o de desesperanza. Y cómo te pones, Rodion, cómo te pones. Como una verdadera fiera. Prefieres la muerte a ese matrimonio, prefieres matar al candidato, prefieres hasta ir a lo de la repugnante usurera Alena y, en vez de un relojillo para el empeño, darle un buen hachazo en la cabeza, partírsela de una vez y vengarte de lo que te han hecho, de la forma en que te han dejado, a ti, que habías escrito hace tiempo para una revista sesudos artículos, inteligentísimos comentarios en los que sostenías la idea de que existen seres elegidos, seres de la providencia, que por su genio, por su superioridad moral, pueden permitirse actos vedados para los seres comunes. ¿Qué actos, Rodion, qué actos? ¿El crimen, por ejemplo? Sí, el crimen, el homicidio que se justifica según dices, en función de una causa superior. Cómo te va a sonar luego esta palabra, cómo va a retumbar en tu mente, pues qué injusticia del maldito mundo, qué injusticia terrible, que alguien como tú, moralmente mejor, intelectualmente más alto, ande así como anda, medio muerto de hambre, sin oficio y teniendo que prostituir a su hermana para no quedar tendido de extenuación en una callejuela miserable. Y a eso fuiste, a salvar estas injusticias, a mostrar que podías igualarte a aquellos seres elegidos de los que hablabas en tus notas de periódico. "Tú eres nuestra esperanza y nuestra felicidad futura", así te habla tu madre, quien en su ensueño de amor, en la alabanza dulce de su primogénito, no sabe que la locura ya te besa en los labios, que has vuelto a soñar con aquella taberna de borrachos a la que acompañabas a tu padre de niño y desde donde se veía a aquel campesino cruel golpear a su caballo con un palo. Le preguntas a tu padre entre tinieblas: "¿Por qué le pega?", mientras la bestia pide ahora un hierro para seguir destrozando el lomo del animal, y después, sin bastarle, mientras imaginas atacarlo a puñetazos, solicita a los gritos un hacha. Te despiertas al borde de la alucinación, sudado, y aquella herramienta se te graba como estampada en la carne por un hierro caliente. Tú también quieres un hacha como la de él, un hacha y ninguna otra cosa, es lo que pide el pensamiento que se te adhiere desde hace meses como una ventosa. Y de nuevo tu superioridad; crees que a los criminales se los captura porque pierden el juicio después del momento del crimen, cosa que no va a pasarte, cosa que no permitirías que suceda; por eso vas hacia aquel departamento, ya invadido por la fiebre, que es el canto del delirio, y finges querer empeñar un paquete anudado mil veces, una muñeca rusa de envoltorios infinitos, para que Alena se entretenga deshilachándolo. Ella te nota enfermo, pero te abre la puerta y, después, un golpe del hacha sobre su cabeza y otros dos, mientras piensas en el modo de no mancharte la ropa. La usurera te entiende, Rodion; después de todo, si no hubieras sido tú, lo hubiera hecho otro, se sabe que era una bruja malvada sentada sobre su cofre de oro ganado por la avaricia, pero entra su hermana, la pobre Isabel, sometida a la tiranía de la arpía. Y a ella también la pasas por el filo del hacha. Tenías todo pensado, pero como asesino y como ladrón fuiste un verdadero desastre, un imbécil, rebotando contra las paredes como un pájaro encerrado en un cuarto pequeño y oscuro. Es cierto que te escapas, pero de milagro, Rodion, por un pelo; y allí empieza tu calvario, después de que escondes el botín debajo de una piedra, en el patio solitario de una casa. "Los hombres extraordinarios fueron siempre criminales, los ordinarios se limitan a obedecer, existe para los primeros la autorización de matar". Amos y esclavos, ¿no es cierto, Rodion? Y te has sentido un elegido de la providencia. ¿Por qué vuelves entonces al departamento de Alena, tu víctima? ¿Por qué te metes como una rata a sudar de fiebre en tu madriguera? Esa habitación tan mala, que tu madre cree que tiene la mitad de la culpa de tu tristeza. ¿Por qué deambulas, entonces, perdido, sin saber qué calles pisas y el Dr. Zozimov te diagnostica preocupadísimo monomanía, ideas fijas y quién sabe qué otro sinónimo de demencia? ¿Tan enfermo te ve? Hombres extraordinarios, Rodion, autorización moral de matar, pero aquel asesinato te pierde completamente. Qué ridículo que haces cuando te citan a la comisaría, y te ríes como un verdadero loco. "¿Acaso comenzó ya el castigo?", piensas en medio de carcajadas enfermas y solitarias, mientras te embarga el deseo de entrar, arrodillarte y vomitar tu confesión delante de los comisarios.
Te portas de nuevo como un idiota, Raskolnikov, haces un escandalete tremendo, le pides al detective que no fume, que viniste con fiebre, que tenga consideración por un ex estudiante. Estás seguro de que te agarran, y tiemblas y sudas por cada poro, te desvaneces, pero el asunto es por una deuda con tu vieja casera, una cuestioncilla menor por unas monedas que, para variar, no pagaste, por la que casi metes la pata hasta el fondo y por lo que querías liberarte de tu secreto. Todos sospechan, piensas "todos se fijan en mí", y ya el ansia de confesión se te prende como una garrapata que te aguijonea y te tortura, hombre elegido, hombre de moral más alta y de gran destino, ahora homicida y siempre metido en líos por insolvencias. Vas a llevar desde entonces la fiebre metida en el cuerpo, vas a convidar a un policía de beber mientras le insinúas que fuiste tú el asesino de las dos hermanas, a los gritos y divertidísimo, vas a volver a aquel departamento del que aún no se seca la sangre y le pedirás a los porteros que te entreguen a la policía. ¿Qué te pasa, Rodion? ¿Qué es toda esta locura que te agarra? ¿Quién te busca, en realidad, más que tus remordimientos? Los mismos que te llevan a visitar a Sonia, la pobre joven prostituida para pagar los tragos infinitos de vodka que su padre se metía en la garganta todo el día.
Le pides que te lea ni más ni menos que el Evangelio, después de decirle con cinismo que quizá no haya Dios. "Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y todo aquel que cree y vive en mí, no morirá eternamente". Le pides que se marche contigo, le explicas que ella también infringió la ley, que "tuvo el valor de destruir su vida", que pudo vivir para el espíritu y la razón, pero que terminará en el mercado del heno, con la cordura perdida, como tú, igual que tú, si no se van bien lejos. Pero ella también te habla sobre cómo le partieron la cabeza a su amiga Isabel con un hacha, ella también se horroriza sin saber que quien se arrodilla ahora para leer la resurrección de Lázaro es el hombre que toda la ciudad espantada busca. "Libertad y poder, sobre todo, reinar sobre las criaturas temblorosas, sobre el hormiguero, he aquí el fin", éste es el enigma que le dejas al marcharte de su casa. ¿De qué estás hablando, Rodion, de qué cuernos estás hablando? ¿De nuevo esa porquería de la superioridad? Sí, de nuevo. ¿No podías robar y disfrutar del botín como todo el mundo? ¿Para qué todo ese delirio de reinar sobre hormigueros y esos disparates con los que no paras nunca? Un verdadero desastre, un fracaso de ladrón, también. Y lo peor es que esa pedantería de tu intelecto tan florido te la tendrás que tragar cuando el Sr. Porfirio Petrovich, juez de instrucción de la causa del asesinato de Alena, te empiece a cazar como a una perdiz con sus técnicas psicológicas, que te pondrán directamente para el manicomio. El hombrecillo gris te recibe amablemente en su despacho, ni se acuerda de para qué te llamó, te explica que hoy en día casi no tiene con quien conversar, que le caes tan bien. Te parece que entiendes la trampa, le dices que sabes que lo hace para hacerte pisar el palito. El tipo no tiene idea de lo que le hablas, te dice que ni se le ocurre que seas culpable de nada, pero igual explica que nunca encarcela a un culpable antes de tiempo, porque así le hace recuperar su equilibrio psicológico dándole una situación definida. El funcionario te explica que actuando así, el apresado se mete en su caparazón y entonces es difícil agarrarlo, entonces le hace creer que está sometido a una vigilancia constante, infatigable y dejarlo suelto. Y así los culpables vienen directos a su casa y le dan un montón de evidencias contra ellos mismos; el asesino no se escapa porque le pertenece a él, la libertad no es dulce para ellos, están cada vez más asustados y quieren entregarse, confesar. Ésta sí que es una mente elegida, ¿no es cierto Rodion? Y viéndolo no pagas un rublo por él, ahí metido en su escritorio desvencijado y moviéndose nervioso de un lado para el otro. Te metió la estaca en el corazón y te vas de ahí casi sin pisar el suelo. Te vas al entierro de un borracho, el padre de Sonia, la prostituta con la que has leído el Nuevo Testamento casi lagrimeando, donde una viuda con los pulmones destrozados por la tisis ofrece una comida pantagruélica en memoria del indigno marido a un rejunte de invitados piojosos y mugrientos, que se ríen a carcajadas del luto y vienen solamente por el almuerzo. "Cuidado con las cucharas de plata", advierte la pobre mujer, y lo extraño es que el convite para aquellos salvajes vino de tu bolsillo, Raskolnikov. ¿Para qué robar si dilapidas hasta la última moneda? Sólo se entenderá cuando desembuches la bilis fermentada que te roe el alma. Eliges a Sonia para tu primera confesión, quien primero retrocede, espantada, sin poder creer lo que escucha. "¿Mataste para robar cuando te desprendes de todo para dárselo a los demás?", te pregunta también incrédula, pero le dices que todavía no has decidido si aprovecharás el dinero que sigue bajo aquella piedra. ¿Qué le explicas entonces, Raskolnikov, qué disparate le cuentas? Le dices que querías ser ni más ni menos que un héroe, para más detalles, un Napoleón, y que un lindo día te hiciste la siguiente pregunta: si Napoleón hubiera estado en mi lugar, si no hubiera comenzado su carrera en Tolón, Egipto o el paso del Mont Blanc, si en vez de esto hubiera estado en presencia de un crimen, de un asesinato, para asegurarse su porvenir, ¿acaso le hubiera repugnado matar a la vieja y sacarle tres mil rublos? Te torturaste con este asunto hasta que comprendiste que él no hubiera vacilado, sino que ni siquiera hubiera entendido la posibilidad de la duda, hubiera ido hacia adelante, sin escrúpulos. Entonces no titubeaste, a cubierto de la autoridad de Bonaparte, encerrado en tu casa como una araña en la tela, convencido de que los demás son unas bestias, que los hombres no cambiarán jamás, que el amo es el que posee inteligencia superior, que el más atrevido es el que tiene más razón, que quien los desafía y desprecia les impone respeto. Todo consiste en esto: Basta con atreverse. Desde el momento de la revelación de esta verdad, fuiste y asesinaste, quisiste ser audaz, y estas hermosas ideas fueron el móvil de tu acción. ¿Cómo se lo dices a tu querida Sonia? Con vergüenza, pues sabes que al necesitar que ella te escuche amorosamente, que te alivie del dolor de tu crimen, no eres el elegido que creías ser. "El dinero no fue el principal móvil del asesinato, tenía prisa por saber si yo era un gusano como los demás o un hombre, en el verdadero sentido de la palabra, si tenía energía para franquear el obstáculo, si tenía derecho. Pero no maté a la vieja, me maté a mí mismo y me perdí para siempre". Ay, Rodion, Rodion.
Y Sonia te manda arrodillar a la primera plaza que se te cruce y a que te prosternes besando la tierra que has manchado de sangre, diciendo a viva voz "yo he matado"; y así, te dice, Dios te devolverá la vida en esa expiación. Qué hermosa escena, Rodion, qué hermoso desastre que armaste. Y tu chica te hace lindo acompañamiento, te acaricia las manos de homicida, te dice que irá contigo al presidio, y te manda a contarle todo el asunto a la policía. Santa prostituida, de alma todavía limpia. ¿Y qué se puede hacer verdaderamente después de escuchar que un tipo que se la pasaba a oscuras en aquella piezucha por no poder comprar ni una vela, un tipo que tenía sus libros y apuntes ya con un dedo de polvo por no poder pagar sus estudios, dice que quiere probar suerte como Napoleón? ¿Qué se puede hacer contigo, Rodion, más que mandarte encerrar en algún lado? En eso están, Rodion, en eso anda el juez Petrovich, que te sigue cazando como a un pato, que aparece ahora en tu habitación sorpresivamente para hacerte una visita "de cortesía", parloteando de bueyes perdidos, de los efectos nocivos del tabaco en su garganta y que no puede dejar el vicio. El buen hombre al fin te confiesa que trata de sacarte de quicio para que le largues el asunto de la vieja usurera. Cuando leyó tu artículo sobre los hombres elegidos en la revista, pensó: "¿El autor habrá de conformarse con esto?". Pero sabe que "cien conejos no hacen a un caballo y cien presunciones no hacen una prueba", por eso, a pesar de decirte en tus narices que te sabe culpable, no quiere "mandarte a descansar a una celda"; tiene la teoría de que la cárcel tranquiliza a los culpables, y de nuevo se marcha, dejándote medio abombado. En fin Rodion, tienes apenas veintitrés años y estás metido en un lío de pesadilla. La cuestión es que al fin, decides entregarte a la polícia y confesar todo el asunto. Te dan ocho años en Siberia y condena a trabajos forzados de segunda categoría, En tu juicio, los psicólogos dijeron que tu crimen fue cometido bajo locura momentánea, que cediste a los efectos de la monomanía morbosa del asesinato sin objeto ulterior, sin cálculo interesado. Aplican contigo la teoría de la "locura temporal", que estaba de moda por entonces, te comprueban hipocondría, hablan sobre tu miseria, sobre tu deseo de abrirte paso en la vida, te atenúan la pena por verte enfermo y miserable. Buscan bajo la piedra y encuentran sólo 317 rublos y 20 kopecks, los billetes estropeados por la humedad y la presión de la piedra. Y detrás de ti, instalada en medio de Siberia, Sonia, quien te visita a diario, quien se gana la amistad de los demás presos; mientras que a ti están a punto de lincharte, ella te da fuerzas, te sostiene.
Pero ¿qué te pasa, Rodion, en qué estas pensando de nuevo? ¿Es que no escarmientas con nada? Te reprochas sólo el haber fracasado, mientras mueles rocas a martillazos con grilletes en las piernas; te reprochas el haber sido cobarde y confesado, y piensas: "Muchos bienhechores de la humanidad, que no tuvieron poder por herencia sino por medio de la violencia, debieron ser entregados al cadalso, pero llegaron hasta el final y eso los justifica; yo no lo conseguí, por lo que no tenía entonces derecho a empezar, la única equivocación fue haber sido débil y denunciarme". Ay, Rodion, ¿qué vamos a hacer contigo? Por suerte llega una larga enfermedad que te hace sentir extraño de ti mismo, por suerte pasas un atardecer con Sonia, que te hace ver las cosas nuevas, y terminas por hacerle caso y leer los Evangelios, empezando el camino de tu recomposición. Pero qué cosa contigo, Raskolnikov, ¿cómo se te fueron metiendo esas ideas tan raras en esa cabeza tan dura? ¿Cómo te empecinaste así en creerte más de lo que eras?

 

 
 
 

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