ASESINOS
POLÍTICOS
Nota de la Redacción: lo que sigue
es un relato de ficción; si bien está
basado en algunos datos históricos, no
hay una pretensión de verdad completa.
Los lectores podrán hallar mayor
precisión histórica en los reportajes
y las citas.
La creación de
La Bestia
De los largos días de mi estancia en
Chile no rescato más que una larga saga
melancólica y vacía, el recuerdo de
algún que otro acantilado bucólico y
la taberna de Valparaíso, donde conocí
al joven escritor Sarmiento. No sé si
porque me vio entrar con un libro bajo
el brazo, no sé si por puro
aburrimiento, me invitó a sentar con él
a la mesa. No distinguí si el vino
oscuro, del que todavía quedaba un
resto en el vaso, era lo que hacía que
su mirada brillara, o si eran esas ensoñaciones
lindantes con la locura que atormentan a
los hombres de grandes proyectos. Parecía
más solo que la hiedra que crece sobre
los precipicios acantilados; se ganaba
la vida, me dijo, escribiendo algún que
otro artículo para los diarios. Había
viajado, y le gustaba deslizar la
conversación hacia la descripción de
algún paisaje perdido. Se evadía, como
todo exiliado, se evadía enredándose
en una conversación sin rumbo sobre la
patria lejana. Le dije que volvía a
Europa por hartazgo, y me felicitó por
la idea. A él, en cambio, le aguardaba
una larga espera. Pero estaba, sobre
todo, fastidiado por unas cartas que le
habían llegado. Me las mostró sin
dejar que las leyera, y dijo que le
criticaban unos escritos suyos. Me
interesé por el tema, como me intereso
por toda literatura, y tuve que oír una
larga explicación sobre las desoladas
provincias argentinas y sobre una
especie de príncipe despótico de la
pampa, de quien llevaba una suerte de crónica.
Las cartas eran despiadadas, lo acusaban
de exageración, de faltar a la verdad
histórica, de desconocimiento de
ciertos acontecimientos narrados. Me
confesó que parte de ello era cierto,
pero que se servía del asunto para
magnificar aún más la opresión real
de aquel tirano y precipitar su caída.
Tristeza sin límite, eso producía la
figura de ropas algo desaliñadas, de
mirada vidriosa y cansada, en cuya
cabeza ya aparecían los primeros signos
del paso del tiempo, en el cabello
escaso y despeinado, y en la raíz de
las sienes, los primeros asomos de una
calvicie incipiente. Solo, sentado en
aquella mesilla de madera gastada,
hablando sin pausa de derrumbar tiranos
poderosos y crueles, murmurando
exabruptos en periodicuchos
desconocidos. Y para aquella gran obra
había oscurecido sin pausa, había
cambiado la verdad de las cosas, y ya no
sabía qué era cierto y qué eran
fantasmas de su imaginación afiebrada.
Ciudades asoladas por hordas de salvajes
montados a caballo, que, a la manera de
los antiguos Hunos, de los Tártaros,
estaban siempre a punto de tragárselas
en crueles invasiones, en feroces
guerras, donde sólo prima el gusto por
la sangre. Y en el medio de ellos,
reinando sobre las hordas enfundadas en
ponchos, los caudillos provinciales, los
más astutos entre aquella saga de
hombres bestiales, los mejores jinetes,
los más feroces, guiando al hormiguero
hacia la carne ensangrentada,
destruyendo el pequeño retoño de
civilización arrancado a aquella tierra
salvaje, despreciando todo, volviendo a
la ferocidad de la bestia nunca
mitigada, para quemar los teatros, el
edificio de la ópera y escupir sobre
los libros eruditos. Los odiaba, los
detestaba, así como imaginaba que el
destino de su tierra era ser pisoteada
por aquellos jinetes feroces. Se veía
como el hombre culto frente al salvaje,
frunciendo la nariz ante los hedores de
las vidas primitivas. El sueño de todo
europeo, pensaba yo, remontar un
siniestro río perdido en las entrañas
del África buscando marfil, soñando
con descuartizar elefantes a puñaladas,
arrancándoles los dientes de oro y
pensando en lo bonito que sería que
toda aquella jungla inmunda, llena de
batracios venenosos y de arañas
carniceras, fuera reemplazada por una
hermosa rampa costanera, por unos lindos
edificios de mármol italiano y
arquitectura francesa, que dieran marco
a aquella jungla destemplada y ominosa.
Pero, sobre todo, disolver sus cobrizas
poblaciones, enseñarles buenas maneras
y modales corteses, enseñarles a
agachar la cabeza cuando el amo pasa
delante de ellos, quien sabe cómo
anudarse la corbata, cómo insinuar con
elegancia a las damas un aparte, cómo
conversar del tiempo para hacer sentir cómodos
a los invitados. Pero, sobre todo, se le
veía fascinado por uno de los
personajes de sus creaciones. Parecía
fermentarle en la boca la pronunciación
de su nombre, como si aquel hombre fuera
la encarnación de sus terrores más
profundos, la máscara que se había
puesto la maldad para perseguirle. No sé
si Juan Manuel de Rosas era quien le
seguía, o si era él quien estaba tras
de él, como un arponero que sigue a la
ballena ya lanceada, dejando que
arrastre su bote. Gustaba de la
enumeración de sus crueldades, un
atisbo de placer le estremecía cuando
lograba una descripción de oratoria
perfecta, que a uno realmente le conmovía,
y casi podía verse la mirada gélida de
ese príncipe de las llanuras clavada,
como sólo se clava el ojo del felino
que gusta de la sangre probada alguna
vez al hombre. Saliendo del fondo mismo
de esa verborragia, podía verse el
gusto de degollar, de ir cortando vidas
como se cercenan espigas de trigo con la
guadaña, o sus calabozos oscuros, o sus
homicidios silenciosos, logrados con un
gesto, sin moverse de la estancia donde
administraba la muerte como asunto de
Estado. La fascinación del escritor por
sus creaciones no me era extraña; en
los cafés de París, en Amsterdam, había
visto jóvenes igualmente cautivos,
tratando de deshacerse de quién sabe qué
fantasma con ríos espumosos de tinta,
dejando la vida para meterse en sus ensoñaciones,
y siempre me dieron pena. Me despedí de
él, pues sumaba a mi tristeza, ya honda
de por sí, y lo dejé sentado, tal como
lo había encontrado, mientras
balbuceaba alguna excusa para retirarme.
Años después, en otro período de
cruel abulia y enfermedad, esta vez en
Europa, leí en la prensa sobre la caída
de Rosas. Nunca más había vuelto a
interesarme por él ni por las tierras
remotas del Río de la Plata, pero a
veces recordaba con escalofríos la
descripción de su crueldad, y la
novedad me trajo otra vez la imagen de
unos cuchillos afilados rozando
gargantas inmovilizadas, con los que había
tenido repetidas pesadillas en casi
todos mis viajes. Aparté esas ideas
siniestras de mi mente, diciéndome que
sólo eran invenciones de un escritor,
relatos para aterrorizar. ¿Quién sabe
verdaderamente cómo habrá sido aquel
hombre? Pero confieso que tanta sangre
vertida, inventada o no, me descompone y
me enferma.
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