Texto: Civilización y Barbarie, Domingo Faustino Sarmiento.
Personaje: Don Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires.
Delitos: homicidio reiterado (en general, por encargo), magnicidio, robo de ganado, etc.
Víctimas: Facundo Quiroga (sin confirmación), Camila O'Gorman, Maza, etc.
Armas: de toda clase, pero, en especial, prefería mandar a ejecutar mediante el degollamiento a cuchillo (método similar al utilizado para sacrificar reses en sus estancias).
Móvil de los crímenes: lograr o conservar poder político, enriquecerse.
Rasgos de personalidad: carácter frío, aunque gustosamente sanguinario; sus gestos no revelan nada, pero ordena asesinatos mientras toma mate (literalmente) en su estancia. En la adversidad de su exilio en Southampton, se lo describe como un obsecuente y cobarde mendigo de favores de un importante lord inglés.
Clase social: muy alta; antes de ser gobernador, era propietario de la estancia Rosas-Terrero y Compañía, la cual era una muy importante productora de ganado y cuero salado. Se le acusó de desviar cientos de miles de cabezas de ganado para su propio beneficio durante la época de la guerra civil.
Ciudad: Buenos Aires y su campiña (campos de lo que hoy es la provincia de Buenos Aires).
Escena del crimen: varias, son cientos de asesinatos los que se le atribuyen a Rosas. Facundo Quiroga es asesinado en un paraje llamado Barranca Yaco.
Estado interior: desconocido. Su frialdad es tal, que no se percibe nada que él no quiera que se perciba. Sin embargo, de joven sufre accesos de furia, cabalga frenéticamente por la pampa y hace rodar a su caballo.
Manda matar con completa lucidez. Su delito, en todo caso, no es culposo ni desesperado, y es para retener el poder a cualquier precio.
Familia: su mujer es Encarnación Ezcurra.
Atenuantes: vivió una infancia durísima; su madre, autoritaria, se hacía servir de rodillas. Su padre no ejercía la autoridad, y esto lo marcó para siempre. Sus fines eran políticos, y la época en sí era sumamente violenta y salvaje. Muchos lo consideran, a pesar de sus crímenes, el verdadero unificador de las provincias argentinas (incluso Sarmiento, su gran detractor, marca esto), que, evidentemente, no estaban destinadas a unificarse sin violencia. Además, se crió en un medio semibárbaro, como era entonces la campiña de Buenos Aires, y aplicó el modelo de gobierno de estancias a todo el país (las estancias eran casi feudos, mantenidas por la autoridad suprema del patrón sobre los gauchos).
Asesinos de Novela

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Domingo F. Sarmiento
Biografía

ASESINOS POLÍTICOS
Nota de la Redacción: lo que sigue es un relato de ficción; si bien está basado en algunos datos históricos, no hay una pretensión de verdad completa.
Los lectores podrán hallar mayor precisión histórica en los reportajes y las citas.

La creación de La Bestia
De los largos días de mi estancia en Chile no rescato más que una larga saga melancólica y vacía, el recuerdo de algún que otro acantilado bucólico y la taberna de Valparaíso, donde conocí al joven escritor Sarmiento. No sé si porque me vio entrar con un libro bajo el brazo, no sé si por puro aburrimiento, me invitó a sentar con él a la mesa. No distinguí si el vino oscuro, del que todavía quedaba un resto en el vaso, era lo que hacía que su mirada brillara, o si eran esas ensoñaciones lindantes con la locura que atormentan a los hombres de grandes proyectos. Parecía más solo que la hiedra que crece sobre los precipicios acantilados; se ganaba la vida, me dijo, escribiendo algún que otro artículo para los diarios. Había viajado, y le gustaba deslizar la conversación hacia la descripción de algún paisaje perdido. Se evadía, como todo exiliado, se evadía enredándose en una conversación sin rumbo sobre la patria lejana. Le dije que volvía a Europa por hartazgo, y me felicitó por la idea. A él, en cambio, le aguardaba una larga espera. Pero estaba, sobre todo, fastidiado por unas cartas que le habían llegado. Me las mostró sin dejar que las leyera, y dijo que le criticaban unos escritos suyos. Me interesé por el tema, como me intereso por toda literatura, y tuve que oír una larga explicación sobre las desoladas provincias argentinas y sobre una especie de príncipe despótico de la pampa, de quien llevaba una suerte de crónica.
Las cartas eran despiadadas, lo acusaban de exageración, de faltar a la verdad histórica, de desconocimiento de ciertos acontecimientos narrados. Me confesó que parte de ello era cierto, pero que se servía del asunto para magnificar aún más la opresión real de aquel tirano y precipitar su caída.
Tristeza sin límite, eso producía la figura de ropas algo desaliñadas, de mirada vidriosa y cansada, en cuya cabeza ya aparecían los primeros signos del paso del tiempo, en el cabello escaso y despeinado, y en la raíz de las sienes, los primeros asomos de una calvicie incipiente. Solo, sentado en aquella mesilla de madera gastada, hablando sin pausa de derrumbar tiranos poderosos y crueles, murmurando exabruptos en periodicuchos desconocidos. Y para aquella gran obra había oscurecido sin pausa, había cambiado la verdad de las cosas, y ya no sabía qué era cierto y qué eran fantasmas de su imaginación afiebrada. Ciudades asoladas por hordas de salvajes montados a caballo, que, a la manera de los antiguos Hunos, de los Tártaros, estaban siempre a punto de tragárselas en crueles invasiones, en feroces guerras, donde sólo prima el gusto por la sangre. Y en el medio de ellos, reinando sobre las hordas enfundadas en ponchos, los caudillos provinciales, los más astutos entre aquella saga de hombres bestiales, los mejores jinetes, los más feroces, guiando al hormiguero hacia la carne ensangrentada, destruyendo el pequeño retoño de civilización arrancado a aquella tierra salvaje, despreciando todo, volviendo a la ferocidad de la bestia nunca mitigada, para quemar los teatros, el edificio de la ópera y escupir sobre los libros eruditos. Los odiaba, los detestaba, así como imaginaba que el destino de su tierra era ser pisoteada por aquellos jinetes feroces. Se veía como el hombre culto frente al salvaje, frunciendo la nariz ante los hedores de las vidas primitivas. El sueño de todo europeo, pensaba yo, remontar un siniestro río perdido en las entrañas del África buscando marfil, soñando con descuartizar elefantes a puñaladas, arrancándoles los dientes de oro y pensando en lo bonito que sería que toda aquella jungla inmunda, llena de batracios venenosos y de arañas carniceras, fuera reemplazada por una hermosa rampa costanera, por unos lindos edificios de mármol italiano y arquitectura francesa, que dieran marco a aquella jungla destemplada y ominosa. Pero, sobre todo, disolver sus cobrizas poblaciones, enseñarles buenas maneras y modales corteses, enseñarles a agachar la cabeza cuando el amo pasa delante de ellos, quien sabe cómo anudarse la corbata, cómo insinuar con elegancia a las damas un aparte, cómo conversar del tiempo para hacer sentir cómodos a los invitados. Pero, sobre todo, se le veía fascinado por uno de los personajes de sus creaciones. Parecía fermentarle en la boca la pronunciación de su nombre, como si aquel hombre fuera la encarnación de sus terrores más profundos, la máscara que se había puesto la maldad para perseguirle. No sé si Juan Manuel de Rosas era quien le seguía, o si era él quien estaba tras de él, como un arponero que sigue a la ballena ya lanceada, dejando que arrastre su bote. Gustaba de la enumeración de sus crueldades, un atisbo de placer le estremecía cuando lograba una descripción de oratoria perfecta, que a uno realmente le conmovía, y casi podía verse la mirada gélida de ese príncipe de las llanuras clavada, como sólo se clava el ojo del felino que gusta de la sangre probada alguna vez al hombre. Saliendo del fondo mismo de esa verborragia, podía verse el gusto de degollar, de ir cortando vidas como se cercenan espigas de trigo con la guadaña, o sus calabozos oscuros, o sus homicidios silenciosos, logrados con un gesto, sin moverse de la estancia donde administraba la muerte como asunto de Estado. La fascinación del escritor por sus creaciones no me era extraña; en los cafés de París, en Amsterdam, había visto jóvenes igualmente cautivos, tratando de deshacerse de quién sabe qué fantasma con ríos espumosos de tinta, dejando la vida para meterse en sus ensoñaciones, y siempre me dieron pena. Me despedí de él, pues sumaba a mi tristeza, ya honda de por sí, y lo dejé sentado, tal como lo había encontrado, mientras balbuceaba alguna excusa para retirarme.
Años después, en otro período de cruel abulia y enfermedad, esta vez en Europa, leí en la prensa sobre la caída de Rosas. Nunca más había vuelto a interesarme por él ni por las tierras remotas del Río de la Plata, pero a veces recordaba con escalofríos la descripción de su crueldad, y la novedad me trajo otra vez la imagen de unos cuchillos afilados rozando gargantas inmovilizadas, con los que había tenido repetidas pesadillas en casi todos mis viajes. Aparté esas ideas siniestras de mi mente, diciéndome que sólo eran invenciones de un escritor, relatos para aterrorizar. ¿Quién sabe verdaderamente cómo habrá sido aquel hombre? Pero confieso que tanta sangre vertida, inventada o no, me descompone y me enferma.

 

 
 
 

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